Se llamaba Paul.
Era alto, moreno, tenía ojos celestes como los de un glaciar y era hermoso.
Y amable. Y divertido.
Y era el mejor amigo de Emma desde que ella podía recordar.
Le daba buenos consejos, se preocupaba por ella y la escuchaba de verdad, no como los demás. A veces estaba hablando con alguien y notaba a la perfección cómo esa persona estaba pensando sólo en lo que iba a contestarle, sin escucharla en realidad.
Pero Paul no era así. Él estaba pendiente de cada palabra que salía de sus labios.
Y cuando llegaron a la adolescencia, empezó a estar pendiente de sus labios también. Los miraba con sus ojos gélidos, y entonces era como si alguien hubiese echado agua caliente sobre el hielo de sus iris, y las aristas de su mirada se suavizaban.
-Eres muy guapa.
-No lo soy. Hasta mi padre lo sabe. Dice que ojalá me pareciese más a mi amiga Sofía.
-Tu padre es gilipollas.
-Lo sé...
Ella no le decía a él lo guapo que era, porque no hacía falta. Saltaba a la vista. Habría sido como decirle a un delfín que tiene aletas.
Emma era callada, introvertida. No era cosa de la adolescencia. Siempre había sido así. Le gustaba leer, escribir, escuchar música, hacer fotos y dibujar. Sola.
A veces se relacionaba con sus amigos del instituto, claro que sí. Pero el esfuerzo que hacía en aquellas ocasiones para parecer interesada por las estupideces que le contaban, o para reírse con sus chistes tontos, se le antojaba sobrehumano y la dejaba agotada.
Y luego lo único que quería era hablar con Paul.


-Mis amigas están todo el día pensando en los tíos. Se visten, se peinan y se maquillan para ellos. Hasta intentan parecer más tontas para ellos. ¿Te lo puedes creer? Me desesperan. Yo no pienso hacer nada de eso.
-¿Y a ti no te gusta ninguno?
-No -respondió ella con firmeza-. Son un poco imbéciles y les huele el aliento a cerveza y a tabaco. Y solo piensan en sexo.
A ella quien le gustaba, y mucho, era Paul.
-¿Y las chicas no? ¿No pensáis en sexo?
-Claro que sí... Esa es otra. Mis amigas piensan en sexo, pero de manera pasiva.
-¿De manera pasiva? ¿A qué te refieres?
-Se dejan meter mano para tenerlos contentos a ellos, no porque les guste a ellas. Parece ser que si te gusta lo que te hacen, o si eres tú la que mete mano, eres una guarra. Pero si haces lo que ellos quieren y los tienes contentos, entonces no, entonces eres una MUJER. Me cuentan cosas horribles.
-¿Qué cosas?
-No te las pienso contar.
-¿No confías en mí?
-No es eso. Es que no quiero ni recordarlas. ¿Sabes de dónde vengo? De acompañar a Carla a hacerse una prueba de embarazo. Hemos ido cinco con ella. No quería que el farmacéutico supiera para quién era el test que comprábamos.
-¿Y está embarazada?
-No, menos mal. El caso es que ni se acuerda de si lo hizo o no. Estaba el viernes en una fiesta, borracha, y de lo único que se acuerda es de que Adrian “le metió un dedo”. Pero como al despertarse el sábado por la mañana vio sangre en las bragas, pues...
-Qué paranoia.
-¿Ves? Te lo he dicho, les pasan cosas tan absurdas...


Siempre sacaba buenas notas, pero sus padres le reñían por todo.
Si no salía, porque se pasaba demasiado tiempo sola en su cuarto. Si salía, porque salía demasiado y porque llegaba tarde.
-¡Tenías que estar aquí a las diez y media! -bramaba su padre a las doce de la noche sin importarle si molestaba a los vecinos.
-Pero ya te dije que mis amigas volvían a las doce.
-¿Y a mí qué cojones me importa a qué hora vuelvan tus amigas?
-Debería importarte. Mejor a las doce acompañada que a las diez y media sola, ¿no? ¡Me da miedo volver sola!
-¿Miedo? ¡Miedo te debería dar desobedecer a tu padre! ¡Castigada el sábado que viene sin salir!
El padre de Emma no sabía que cuando la castigaba sin salir, en realidad le hacía un favor. Le daba la excusa perfecta. “No puedo quedar, estoy castigada”.
Así podía pasar más tiempo hablando con Paul.


Cuando Emma entró en la Universidad sus padres empezaron a pelearse más que nunca. Y entonces Paul y ella empezaron a pasar aún más tiempo juntos. En el trastero. Porque en el cuarto de Emma se escuchaban los gritos de sus padres.
-¿Por qué te pasas tanto tiempo ahí abajo encerrada? ¿Te parece normal pasarte horas en el trastero, tú sola? ¡Va a resultar que estás tú más loca que tu madre!
-Revelo fotos, ya lo sabes.
Era cierto. Se había hecho un cuarto oscuro en el trastero y se pasaba las horas sentada en el suelo, revelando fotos mientras hablaba con Paul, que se sentaba a su lado.
Una vez le pareció que le acariciaba los dedos de la mano. Pero no había sido él, sino una araña despistada que acabó flotando en la cubeta de agua en la que enjuagaba las fotos una vez reveladas.
-Me gustaría tanto poder hacerte una foto... Y hacernos otra juntos -le dijo a Paul con tristeza.
Había muchos retratos, de mucha gente. Pero ninguno era de él.
-Siempre puedes dibujarme. Dibujarnos.
-Ya. Pero no es lo mismo...


Las peleas entre sus padres eran cada vez más extremas. A Emma no le gustaba mucho salir, pero ahora tampoco le gustaba estar en casa. No sabía dónde meterse para sentirse en paz.


A veces su padre volcaba su ira en ella. “Eres igual que tu madre” era el pistoletazo de salida. Y ella intentaba hacerse invisible, sin conseguirlo. A veces se metía debajo de la cama. Se tumbaba allí a dormir, como un vampiro en su sarcófago, esperando que llegase la noche y el silencio para poder salir y leer, o escribir...
-¿Dónde está Emma?
-En su cuarto.
-No, aquí no hay nadie. ¿Dónde coño se habrá metido?
La voz de su padre sonaba desconcertada. No tanto por el hecho de no saber dónde estaba ella, sino por no poder usarla como saco de boxeo.


Paul empezó a visitarla por las noches. Era justo lo que ella necesitaba, porque se sentía muy, muy sola. Se tumbaban juntos, sin dejar de mirarse, y hablaban en voz baja.
-Ojalá fuera como tú -le dijo una vez Emma.
-No. Ojalá fuera yo como tú.
-A veces pienso que debería hacer algo... Para irme contigo, ¿sabes?
A Emma se le saltaron las lágrimas tras confesarle aquello. Acarició con nerviosismo la pulsera de acero que Paul siempre llevaba en la muñeca derecha.
-Lo que estás pensando no te traería a mi lado, Emma. Yo no estoy donde imaginas. Lo único que conseguirías si hicieses eso sería dejar de existir. No lo hagas, por favor.
Ella escrutó su mirada para averiguar si él le mentía, pero vio que decía la verdad.
-Está bien, no lo haré.
-¿Me lo prometes?
-Te lo prometo.
Y así fue como Paul le salvó la vida a Emma.


Emma empezó a salir con un chico. Sin saber cómo, resultó que Thomas, que así se llamaba, de repente le gustaba muchísimo. Y ella a él. Era músico, y lo pasaba genial con él.
Y Paul fue distanciándose de ella. Cada vez iba a verla menos tiempo. Hasta que un día le dijo que se iba.
-¿Por qué? ¿Estás celoso? No creí que fueses el tipo de persona que...
-No estoy celoso. Pero no querrás estar con los dos. Te conozco. Elegirás a uno. Me iré y te dará igual.
Emma no contestó. Se echó a llorar. Paul entendió que había elegido a Thomas y se fue.


Emma se pasaba la vida fuera de casa, con Thomas.
Los bramidos de su padre se escuchaban a todas horas. A él no le gustaba Thomas. Un músico. Altísimo. Con los vaqueros desgastados y pelo largo... Seguramente sería drogadicto.
A su madre le parecía mono. Demasiado callado, pero mono. Le gustaban su mirada seductora y sus labios carnosos, y no se privaba de decirlo.
Su padre se ponía aún más celoso y armaba más broncas. Y Emma... se quitaba de en medio.
Thomas era muy divertido. También le gustaba leer, y ver películas abrazado a ella, y era un guitarrista espectacular. Era muy sexy. Y se le daba muy bien el sexo.
Aprendieron juntos a quererse, y él se preocupaba de complacerla a ella. Buscaba las mejores caricias, los mejores besos, los juegos más divertidos... Todo por y para ella. Encontraba mucho placer en satisfacerla a ella, y eso a Emma le encantaba. Ella también buscaba complacerlo a él. Juntos, en la cama, eran geniales.
Algunas noches Emma tenía sueños extraños, sorprendentemente vívidos, en los que aparecía Paul. Podía olerlo y tocarlo. Su presencia era tan real que ella habría jurado que aquellos encuentros no eran sueños. Pero a ver: si se dormía en su cama y de repente aparecía en medio de un bosque, por narices tenía que tratarse de un sueño...
Las mañanas tras aquellos sueños se despertaba inquieta y más cansada de lo normal, y con cierta sensación de volar a unos centímetros del suelo en lugar de andar.
Pero veía a Thomas y se le pasaba. Se iban a hacer fotos, o a tumbarse y acariciarse al parque, o a los ensayos con el grupo de él... Y bebían y se reían mucho. También con los amigos de él. Porque incluso ellos le empezaban a caer bien.
Emma adoraba todo lo que tuviese que ver con Thomas.
Y así fue como pasó a depender demasiado de él.
Thomas se dio cuenta, claro, y no pudo evitar caer en la dulce, dulce tentación de aprovecharse de ello.


Empezó de manera sutil, pero luego fue a bocajarro.
“No quedes hoy con tus amigas, vente al ensayo. Sin ti no toco la guitarra igual...”
“No te pongas esas minifaldas tan cortas. No sabes la de barbaridades que piensan mis amigos cuando ven esas piernas maravillosas que tienes.”
“No, no quiero ir a la fiesta de tu facultad. Son un rollo. Paso. Mejor nos quedamos en mi casa viendo una película, ¿vale?”
“¿Cómo que vas a salir sola? ¿Sin mí? ¿Qué pasa, que ya no me quieres?”


Emma fue buscando excusas para no quedar con él.
Tenía mucho que estudiar. Tenía que revelar tres carretes y positivar las fotos. Tenía que pintar...
Intentaba pintar a Paul. Lo hacía de noche, en su cuarto, cuando todos dormían, con la ventana abierta para no intoxicarse demasiado con la trementina. Luego se fumaba un cigarrillo asomada a la ventana mientras contemplaba el cielo y las antenas de la ciudad.
Le daba igual si su padre se enteraba de que había fumado en su cuarto. Por aquel entonces, de cualquier forma, su padre solo tenía energía para pelearse con su madre. O se divorciaban pronto, o se matarían entre ellos.


-Has vuelto -le dijo suavemente Paul una mañana de sábado.
Estaban sentados, como antaño, en el suelo del trastero. Emma revelaba fotografías.
-Eres tú el que se fue -le contestó ella.
Sacó una foto de Thomas de la cubeta de agua y la miró con una ceja levantada. Al darse cuenta de que no le gustaba el encuadre, la rompió en dos.
Paul se rió bajito a su lado.
-¿De qué coño te ríes?
-De nada. Me ha hecho gracia tu cara enfurruñada.
-No estoy enfurruñada. Es solo que... Quiero que mis padres se divorcien. Que acabe ya esta pesadilla.
-Y también quieres dejar a Thomas.
-También -admitió ella-.Y voy a irme de esta casa. Ya tengo veinte años. Quiero estar sola.
-Ven aquí.
Se besaron. Y fue como en los misteriosos sueños que Emma había tenido algunas noches. Maravilloso.
-¿Puedo ir a verte a tu cama esta noche? -le preguntó Paul en un susurro impaciente.
-¿Desde cuándo me pides permiso para venir a verme? Has venido siempre que has querido...
-Esta vez es distinta. Esta vez necesito que me des permiso. Si no, no podré hacerlo.
-Pues claro que te doy permiso...
-Gracias. ¿De verdad vas a dejar a Thomas?
-Esta misma tarde.
Lo hizo. Dejó a Thomas, que tan seguro estaba de poseerla en cuerpo y alma, con una frialdad pasmosa.


Paul y ella se miraron a los ojos, como tantas otras noches. Pero esta vez no hablaron como aquellas otras noches. Paul le acarició el rostro, le besó los párpados, la punta de la nariz, y cuando besó sus labios Emma sintió que toda la felicidad del mundo entraba por ellos y se extendía hacia su corazón, que le latía muy deprisa.
Aquella noche, mientras él acariciaba su cuerpo y murmuraba maravillado que parecía de raso y terciopelo, Emma entendió algo: que aquellos sueños que había tenido con él habían sido reales, de alguna forma que no alcazaba a entender.
Paul la poseyó, y ella a él, con dulzura infinita.
Mientras se mecían juntos, Emma acarició la pulsera de acero que él nunca se quitaba, y luego se le nubló la vista mientras ambos se estremecían de placer.
Por la mañana él ya no estaba. Ella aún flotaba. Nunca se había sentido muy de este mundo por el que los demás parecían campar tan a gusto, y ahora estaba segura de que no pertenecía del todo a él. Pero esto, lejos de molestarle como otras veces, le proporcionaba una cierta alegría.
Paul. No dejó de pensar en él ni un minuto.
Pero él no estaba.
Lo buscó hasta debajo de la cama, y lo esperó durante horas en el trastero, pero no apareció por ningún lado.


Emma se mudó a un piso con otras estudiantes. Cada vez comía menos y dormía más.
Buscaba a Paul entre sus sueños.
Y a pesar de que se alimentaba lo justo para sobrevivir, cada vez se sentía más pesada.
-Comes tan poco que se te está hinchando la barriga, como a esos pobres niños famélicos del tercer mundo... -le dijo una de sus compañeras de piso una vez.
Ella se encerró en su habitación, bajó las persianas y se miró la barriga en el espejo. Hacía siete meses que no veía a Paul.
¿Sería posible...?
-¡Paul, por favor, aparece de una vez! -le gritó al techo llorosa.
Paul obedeció. Esa noche se tumbó a su lado. Le acarició el vientre.
-¿Por qué te has ido? -preguntó ella-. ¿Qué me pasa?
-Me he ido porque debía hacerlo. Y ya sabes lo que te pasa.
-Pero...
-No te preocupes. Volveremos a estar juntos. Te quiero.


El pequeño Paulsen nació a los 48 días.
“Hijo de Paul”.
Sí, ese Paulsen.
Ese del que decían que era hijo de una mujer y un íncubo.
El que descubrió ese famoso agujero de gusano. Ese portal prodigioso que conecta mundos sobrenaturales y el nuestro.

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