Era sábado por la mañana. Amanecía. Me desperté de sopetón y se me abrieron los ojos de golpe. Los volví a cerrar. El dolor de cabeza era horroroso. Era como si un caballo me estuviese pisando el cráneo.
Me puse en pie a duras penas, y un gemido se escapó de mi boca mientras los destellos que cegaban mi visión se me clavaban en las sienes. ¡Joder, menuda resaca! Y eso que tampoco recordaba haber bebido mucho...
Arrastré los pies hasta la cocina, cogí un vaso y lo llené de agua. Iba a bebérmela, pero sentí náuseas al ver los platos sucios de la cena de la noche anterior, una botella de coñac en la mesa y tres copas ya vacías. Los restos de una de aquellas reuniones, cada vez más frecuentes, de mi padre y sus dos inseparables amigos: Pepe, el vecino del sexto, y el doctor Pedro Muriel, el que le recetaba los tranquilizantes y los somníferos a papá desde que había muerto mamá, dos años y tres meses antes.
Dejé el vaso de agua en la encimera y me fui hasta el salón, donde casi no me llegaron las fuerzas para tumbarme en el sofá. Me puse una mano fría sobre la frente y cerré los ojos. “No pienso beber nunca más”, me dije a mí misma, y me reí sin fuerzas ante aquella mentira, lo que provocó nuevos destellos y nuevos pinchazos en las sienes.
Volvieron las náuseas, y sentí desprecio hacia mí misma.
Recordaba bien lo que había soñado. Era la misma pesadilla asquerosa que tenía tan a menudo desde poco después de morir mi madre.
***
Siempre era igual: montaba a caballo por una estepa interminable. Al principio cabalgaba a un ritmo tranquilo y disfrutaba del paisaje, el aire fresco y los rayos del sol. Al cabo de poco tiempo se iba nublando y la inquietud se iba apoderando de mí y de mi caballo, que galopaba cada vez más deprisa. Estábamos huyendo de algo. No sabía de qué, solo notaba aquella sensación de peligro inminente que congelaba mis entrañas, hasta que de repente los oía cada vez más cerca: los aullidos de unos lobos que presentía enormes.
Los lobos no tardaban en alcanzarnos, y uno de ellos le mordía los cuartos traseros a mi caballo, que relinchaba presa del pánico, se encabritaba y me tiraba al suelo. Aterrorizada porque los lobos lo iban a devorar, rodaba sobre mí misma, dispuesta a levantarme y espantarlos como fuera. Pero sólo me daba tiempo a ahogar un grito, porque tenía a uno de ellos encima mía.
Era aún más grande de lo que había imaginado. De su pelaje emanaba un calor insoportable y sus fauces goteaban baba sobre mi cara. Me iba a devorar. El corazón se me ponía a mil por hora y pensaba que con suerte me daría un infarto antes de notar la primera dentellada... Cerraba los ojos mientras intentaba zafarme, pero no podía porque el lobo me apretaba más y más con su propio peso contra el suelo. Llorando, me preparaba a morir desgarrada por sus dientes.
Pero no me devoraba.
Me hacía algo mucho peor: me violaba. Y mientras, los otros lobos aullaban y se reían. De mí.
Se movía con violencia dentro mía. Me hacía daño. Yo intentaba gritar pero no me salía la voz. Volvía a intentarlo, esta vez con más fuerza, pero de mi garganta sólo brotaba un estertor desesperado. Lo miraba a los ojos, implorando piedad con los míos, pero su mirada amarilla estaba vacía, como la de los tiburones.
Ante la visión de aquellos ojos fríos y crueles me invadía tal impotencia, que mi cuerpo se quedaba laxo. Ya no tenía fuerzas para resistirme. Sólo sentía un asco infinito. Me daba asco el lobo, que a cada empujón había ido adquiriendo forma humana hasta convertirse en un hombre peludo, tosco, pegajoso, maloliente, que jadeaba con su boca inmunda pegada a mi cuello.
Pero me daba más asco yo misma. Porque mi cuerpo empezaba a responder al estímulo del vaivén de aquella bestia de una manera que mi cerebro no quería. Mi propio cuerpo me traicionaba, se aliaba con aquel cernícalo y me hacía sentir lo que yo no quería sentir.
Al fin el salvaje aquel se retorcía con un gruñido y todo terminaba. El suelo se abría bajo mi cuerpo, y yo me hundía y caía a un vacío negro que parecía no tener fin. Y luego ya no sentía nada más.
***
Las mañanas siguientes a aquella pesadilla me despertaba deprimida y sin ganas de hacer nada, ansiosa, con taquicardias y con una neblina en la cabeza que no me dejaba pensar. Y con mucho odio a mí misma.
Mi novio Guillermo no entendía aquellos cambios de humor. Yo nunca le había contado que tenía esa pesadilla desde hacía ya casi dos años. No me atrevía. El sexo con él rebosaba amor; era bonito. Lo que pasaba cada vez que tenía aquella pesadilla... era aberrante. No quería que él pensase que yo... No quería que me odiase como yo a mí misma. No habría podido soportarlo.
A mi padre tampoco le había contado nada. Si mi madre hubiese estado viva se lo habría contado a ella sin dudarlo, pero a él ni de coña. Mi padre era una persona muy estricta, intransigente. Le gustaba censurar los comportamientos que no cabían en la cuadratura del círculo que era su mente, y yo estaba segura de que se censuraba hasta a sí mismo. Siempre he pensado que cuanto más cuadriculada se muestra una persona, más caos hay dentro de su cabeza.
Además, mi padre y Guillermo se llevaban fatal. A mi padre no le gustaban las pintas de mi novio, ni sus andares, ni su manera de hablar, ni la de respirar... Guillermo decía que estaba celoso. Si le contaba aquello, me diría que Guillermo me estaba corrompiendo o algo así, e intentaría prohibirme verlo más.
Al intentar buscar una explicación a lo que me pasaba había llegado a pensar que me visitaban fantasmas por las noches. Aunque lo más probable era que yo estuviese como una regadera.
***
Una mañana, tras una de esas pesadillas, muerta de miedo, fui a la parroquia del barrio. No soy religiosa, pero no tenía dinero para pagarme un psiquiatra, así que acudí a un cura. En un rapto de valentía, o de desesperación, le conté lo que me pasaba. Casi todo: omití la parte que me avergonzaba tanto, la que me hacía odiarme a mí misma.
Pensé que el cura saldría del confesionario esgrimiendo una cruz de plata e intentaría hacerme un exorcismo, pero él, muy tranquilo, me preguntó sin moverse de su sitio si mantenía relaciones con mi novio. Le dije que sí, y me dijo que aquello era pecado mortal. Y que esas pesadillas eran probablemente mi conciencia, que se rebelaba contra mis actos.
Pero yo sabía que eso no era. Yo no creía en ningún dios ni en sus normas. A mí no me daba remordimientos nada de lo que hacía con mi novio. Salí de aquella parroquia oscura sintiéndome peor y mucho más desorientada que cuando había entrado.
***
Tumbada en el sofá, con el maldito dolor de cabeza que me martilleaba la cabeza sin piedad, me asaltó el recuerdo de la discusión que había tenido con mi padre la tarde anterior.
Él estaba en su sillón, leyendo, cuando me acerqué y le pedí que por favor, por favor, me llevase a un psicólogo. Me miró como si fuera mema.
-¿Un psicólogo? ¿Para qué quieres ir tú a un psicólogo?
-Porque me siento muy mal desde que murió mamá...
-¡Anda, mira ella! ¿Y cómo te crees que me siento yo?
-Fatal. Lo mismo tú también tendrías que ir...
-¡Sí, claro! ¿Tú estás tonta o te lo haces?
-No te pongas así...
-¡A un come-cocos voy a ir yo! ¡Son todos unos estafadores! ¡Cobran una millonada por sentarse a escuchar tus miserias y luego las utilizan en tu contra! ¡Como te descuides te encierran en un manicomio! TODO es un trauma o una enfermedad mental para ellos.
-Eso no es así, papá...
-¿Me estás discutiendo? ¡A mí no me discutas! Te crees muy mayor con diecisiete años, ¿no? ¿Te crees que sabes más de la vida que yo?
-No, pero...
-En esta casa no aireamos nuestros problemas, ¿estamos? Si estás triste, aprende a vivir con ello. Ya se te pasará...
Y ya está. Con un resoplido, se parapetó de nuevo tras su libro. Conversación terminada.
Luego salí un rato con Guillermo y algunos amigos. No tenía ganas de estar triste, así que no le hice ascos a la botellona improvisada que organizaron. Aquella noche cené en casa con mi padre, Pepe y el doctor Pedro Muriel, porque Guillermo tenía una cena familiar. Me aburría la conversación de mi padre y sus amigos, así que me fui pronto a la cama. Pero antes, tras lavarme los dientes, me tomé un par de tranquilizantes que le había birlado a mi padre del cajón de su mesilla de noche.
Y ahora tenía esta horrible resaca que no me dejaba ni beber agua.
Ni moverme.
Ni soportar la luz, que ya empezaba a entrar por el ventanal del salón.
Me tapé los ojos con las manos. Las tenía heladas. Mejor. Así me calmaban un poco el dolor.
***
Al cabo de un rato tumbada en el sofá, oí cómo se abría la puerta de casa. Me giré para ver quién era a esas horas, abrí un ojo y me sorprendió ver entrar a mi propio padre, a Pepe y al doctor Muriel. Por las caras que llevaban, parecía que volvían tras haberse pasado la noche entera de juerga. ¿Sería posible? Se fueron a la cocina, pasando por mi lado, sin reparar en que yo estaba allí.
Los oí hablar mientras sacaban platos y cubiertos para desayunar, pero no distinguí lo que decían. Escuché sus risotadas, que me provocaron náuseas. Luego oí la mi padre salir de la cocina mientras murmuraba algo sobre mí, sus pisadas hacia mi dormitorio, la puerta abrirse y volverse a cerrar.
-¡Laura!
Al escucharlo pronunciar mi nombre con urgencia me incorporé como accionada por un resorte.
-¡LAURA!
Aquel grito resonó en toda la casa. Era un grito asustado, desesperado.
-¡LAURA, DESPIERTA!
¿Cómo? ¡Si yo estaba despierta en el sofá! Asomada al respaldo, miré primero hacia la puerta de mi dormitorio, y luego la de la cocina, que se había abierto de un portazo. El doctor Muriel la cruzó precipitadamente seguido por Pepe. Se lanzaron flechados a mi dormitorio.
Mi padre no dejaba de gritar mi nombre.
Me levanté y el mareo que sentí casi hizo que me cayese al suelo, pero me dirigí hacia mi cuarto. ¿Qué diablos estaba pasando?
Me asomé a la puerta y me tuve que agarrar al quicio.
Mi padre, Pepe y el doctor Muriel rodeaban mi cama. Y yo estaba allí tumbada.
Yo.
Aquello no era real.
No podía ser real.
-¡LAURA!
-No tiene pulso -dijo el doctor Muriel con tono inexpresivo.
-¡No puede ser! ¡NO PUEDE SER!
-¿Cuántos somníferos le echaste anoche en la comida, Roberto? -le preguntó el doctor Muriel a mi padre sin apartar los dedos del cuello de aquella muñeca de trapo que se parecía a mí.
-Los de siempre, Pedro. Ya lo sabes... Los que me dijiste.
-¿Seguro?
-¡Seguro, joder! ¿Por qué desconfías? Llevamos haciendo esto casi dos años. ¡Sabes que siempre le doy la dosis que me dices!
-Pues algo raro ha pasado. Yo siempre te indico la dosis mínima para que no se despierte mientras...
-¡Joder, joder, joder! -era Pepe, el vecino, quien gimoteaba en estado de pánico-. ¡Nos van a pillar!
-Cállate -el tono del doctor Muriel era áspero.
-Pero... ¡Mi mujer! ¡Mis hijos! ¡Esto no puede saberlo nadie!
-Pues claro que no. Tranquilo. No lo sabrá nadie. Nos desharemos del cuerpo discretamente y diremos que no volvió a casa anoche.
-¡Es mi hija! ¡Estáis hablando de mi hija! ¿Qué coño ha pasado, Pedro? ¡Tú eres médico! ¡Dime qué ha pasado!
-Ha pasado que tu hija ha muerto de una sobredosis. Ha pasado que hemos metido la pata y si queremos salir de rositas vamos a tener que mantener la cabeza muy fría, ¿estamos? Así que calma...
Horrorizada, me di cuenta de que quienes me visitaban por las noches no eran fantasmas. Eran monstruos.
Allí, el único fantasma que había... era yo.