Berlín, 24 de diciembre de 1944.
En menos de dos horas sería Nochebuena.
Frau Gudrun Dallwitz estaba sola en una habitación que no era la suya. En una vida que no reconocía como la suya. Esperando a un hombre que no era el suyo.
Esperaba a Helmut, su amante. El que de puertas para fuera era Doktor Helmut Kurkowski, el médico. Casado con Frau Brigitte Kurkowski.
Gudrun acababa de darse un baño.
Había terminado su turno como enfermera una hora antes allí mismo, en el hotel Adlon, que ahora también cumplía las funciones de hospital.
***
Gudrun estaba harta de aquella guerra que todo lo pudría. De las balas, de las bombas, de los soldados. De la destrucción y las muertes injustas...
Pero sobre todo del hedor a fiebre, a sangre, a pus infecto... Un moribundo se había aferrado a su mano unas horas antes, buscando consuelo y calor humano. Moriría solo, porque todos nacemos y morimos solos, pero necesitaba, antes de cruzar aquel umbral, que alguien sostuviese su mano y le sonriese, aunque fuera solo un instante.
Pero ella no había podido sonreirle ni consolarle de ninguna manera. Ella, al mirarlo, había sentido náuseas.
Asco. No compasión, ni dolor, ni tristeza. Asco.
***
Por eso quería huir, olvidar aquella existencia estéril. Borrarlo todo de su vida. Hasta a su marido. Dio gracias por no haber podido tener hijos con él. Los hijos, en ese momento, le habrían supuesto un problema. Una carga.
Ahora daba todo igual. Porque estaba a punto de conseguirlo. Helmut estaba a punto de llegar. Él había preparado su fuga con la misma meticulosidad con la que operaba a los heridos, y había conseguido dos plazas en un coche que los llevaría a Suiza aquella misma noche.
Aquel sería su regalo de Navidad: Una vida nueva, futura, lejos del pasado fallido y del presente cargado de horror.
***
Desnuda, Gudrun cerró los ojos y aspiró, llenando sus pulmones lentamente.
Aquella habitación, una de las destinadas al descanso del personal sanitario, olía a naftalina, a cerrado y a sábanas recién lavadas y desinfectadas. Un lujo en comparación al olor en el ala del hospital.
Otra vez el asco.
Sacudió la cabeza para olvidar que, en aquel mismo edificio, en aquel mismo instante, los heridos yacían tumbados en hileras interminables de aquellas horribles camas de hospital, gimiendo por el dolor, o murmurando inmersos en pesadillas, afiebrados, aterrorizados...
Se puso su camiseta interior mientras contemplaba el equipaje con el que huiría a Suiza con Helmut. Su adorado Helmut... Sonrió al pensar en él. Estaría al llegar. Le faltaba nada para abrazarlo, para hundir la cabeza en su pecho y oler su perfume, para irse con él a ese prístino futuro en el que no tendrían que esconder su amor nunca más.
Gudrun llevaba poco equipaje. Sólo lo estrictamente necesario dentro de su bolsa de viaje y un maletín que le había cogido a su marido. Se había permitido el lujo de echar una botella de champán en el maletín. Estaría caliente cuando la abriesen Helmut y ella dentro del coche, y no tendrían ni copas, pero daba igual. Aquella noche había que celebrar.
Aquella noche, por primera vez en años, por fin iba a ser Navidad.
***
Ya no se escuchaban disparos en la calle, aquellos disparos que oía en sueños casi todas las noches, entremezclados en sus pesadillas con los aullidos de dolor de sus pacientes. Lo que sí se escuchaba con toda claridad era el repiquetear de la lluvia, a pesar de las cortinas echadas.
Mientras se secaba el pelo con una toalla raída, oyó otro sonido. Un papel deslizándose por debajo de la puerta. Como estaba desnuda de cintura para abajo, no pudo abrir para ver quién lo había deslizado. Se quedó mirándolo, momentáneamente en blanco. ¿Qué diablos...?
Se dirigió a la puerta, se agachó y cogió aquel papel con manos temblorosas.
Se sentó en la cama y lo desdobló con mucho cuidado. Le sorprendió el contraste entre la áspera tela de la sábana y la suavidad del papel. Era una carta.
Bajo la dura luz de la bombilla que la iluminaba acusadora desde el techo, leyó:
"Liebe Gude,
Llevo todo el día pensando en nosotros.
Pero he de confesar que también he pensado mucho en mi esposa. Y he llegado a la conclusión de que ella, tan buena, tan dulce, no merece lo que iba a hacerle. No merece mi traición. Merece una vida mejor.
No puedo abandonarla. No aquí. No así.
He decidido huir con ella en vez de contigo. Es irrevocable. Cuando leas esta carta estaremos ya camino de Suiza.
Ojalá puedas perdonarme algún día.
Lo siento.
Feliz Navidad,
H”
***
Herr Lutz Dallwitz llegó a su casa tarde.
Abrió la puerta, colgó su abrigo en el perchero, se quitó los zapatos y se calzó sus pantuflas de estar por casa. Resopló, dejó caer los hombros y pasó al salón.
Las luces del árbol de Navidad y las velas del centro de la mesa, ya puesta, iluminaban la estancia a duras penas.
La cena estaba ya servida. Ensalada de col, salchichas y patatas asadas, salsa de mostaza y mayonesa. Una cena sencilla, pero reconfortante.
Con expresión satisfecha, Helmut inhaló el aroma de las salchichas y las patatas mientras se aflojaba el nudo de la corbata.
En aquel momento vio a su mujer, pulcra, arreglada, con el delantal aún puesto, asomada a la puerta de la cocina. Llevaba una botella de champán en la mano.
Sonreía, pero sus ojos estaban tristes. Lutz no se sorprendió. Gudrun llevaba triste mucho tiempo. En realidad, todo el mundo lo estaba.
Lutz le dio un beso en la frente y se sentó a la mesa.
Gudrun sirvió dos copas de champán.
Mientras las servía, contuvo una arcada. Otra vez el asco. El olor de las salchichas se le había metido en la nariz y le había recordado al que invadía el quirófano cuando los doctores cauterizaban las heridas.
Helmut...
Las manos de Gudrun comenzaron a temblar.
Se irguió rápidamente y miró a Lutz.
Se obligó a sonreirle, sin poder evitar que las lágrimas que se agolpaban en sus ojos cayesen por sus mejillas como promesas rotas.
-¡Lieber Lutz! -exclamó con voz temblorosa- ¡Feliz Navidad!
-Feliz Navidad, Liebe Gude! -contestó él, satifecho.
Se levantó de su silla y brindaron, y luego la besó en los labios.
Aquel beso no despertó en Gudrun ni un poquito de amor, ni de cariño. Ni siquiera de compasión. Ni por su marido, ni por ella misma.
Lo único que sintió fue asco.